jueves, 14 de marzo de 2013

LA EDUCACIÓN TRAICIONADA

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     Decir que la educación es muy importante y en ella nos jugamos el futuro ya no sirve para nada. Porque es un tópico sin el que nadie sale de casa, y mucho menos el político que va al encuentro de un micrófono o una cámara. Como todo el mundo lo suscribe y nadie dice lo contrario, aunque la educación le preocupe lo mismo que la mosca del vinagre, ha degenerado en una frase altamente sospechosa de ser pura coartada o un lanzagranadas político contra el de enfrente.

     Lo más sensato es considerarla por defecto el apartado 0 de cualquier intervención política. Como si fuera una especie de carraspeo para afinar la voz y así pasar directamente al siguiente punto, que debería ser y casi nunca es una respuesta clara a esta pregunta: “¿Qué propone usted que hagamos?” . Ahí es donde se complica la cosa, porque entramos en un terreno en el que lo que cuenta es la credibilidad de quien habla y el contenido de sus propuestas, y no la mera reconstatación de los problemas, el volumen de sus proclamas o el color político que luce en la banderita de la solapa.

     Lo cierto es que la educación es ahora un territorio minado sobre el que algunos ciudadanos y la mayoría de los dirigentes políticos caminan como si fueran expertos (algún lector me ha reprochado exactamente lo mismo a mí), con ese áspero aire tabernario de “esto lo arreglo yo en un pispás”, mientras algunos otros huyen medio acobardados por la sospecha de que “esto no hay quien lo arregle”.
 
     Hay que reconocer que, con poquitas excepciones, a lo largo del tiempo no hemos tenido mucha suerte en cuanto a la altura de los políticos a los que les ha tocado ocuparse de ella, sea en el Gobierno central, en los autonómicos, en la oposición o en la oposición de la oposición. En 1999, ya dejó dicho el fallecido Gregorio Peces-Barba que “ningún presidente se ha interesado por la Universidad”. La frase es totalmente actualizable a 2013 si se cambia Universidad por educación en general. 

     Porque, a la hora de la verdad, quienes hacen solemnes declaraciones sobre su tremenda importancia la traicionan a los cinco minutos, la manipulan al mostrarse incapaces de llegar no a imposibles convergencias, sino a pactos suprapartidarios, y de camino la convierten en una especie de videojuego que, en ese mundo virtual en el que a veces se embriagan los políticos, les legitima para transformar al adversario en enemigo. Todo ello, a cuenta de la educación y con estudiantes, profesores y padres como rehenes de esa estrategia de la tensión.
 
     Lamentablemente, esa refriega se viene acompañada de un bombardeo de pueriles recetas milagrosas, como lo es cualquier fórmula unidimensional aplicada a la educación. Porque dada la complejidad del asunto, es mejor no aplicar recetas de trazo grueso e incluso tratar de evitar que políticos y expertos nos secuestren el tema.
 
     La educación es un sistema con tan extraordinarios vasos comunicantes como los del cuerpo humano (que hacen que un ligero dolor en el talón genere en dos días una lumbalgia acompañada de jaqueca) y con una tornillería tan delicada que, por ejemplo, cuando un ministro toca descuidadamente el sistema de “elección de centro”, puede acabar propiciando un modelo de “selección de alumnos” o cuando otro pretende democratizar los centros, acaban estos con un déficit de gestión que deja exhausta la capacidad de dirección de colegios e institutos. 

     El sistema educativo (por algo se llama sistema, porque funciona como tal) es muy complejo, con conexiones no evidentes, con alta sensibilidad a los cambios y una inercia nada despreciable (para lo malo, pero por suerte también para lo bueno). Y sólo gestores conscientes de ello pueden articular con inteligencia los delicados movimientos que necesitamos para mejorarlo. Como anécdota, cabe recordar lo que hace años decía en privado un ministro de Educación (hoy retirado de la política) que, aunque lo parezca, hablaba sin la menor intención de resultar cínico: “Estoy contento con mi gestión, porque creo que no he estropeado nada, y eso es a lo que puede aspirar un ministro de Educación en estos tiempos”. 

     En cualquier tiempo, los planteamientos inadecuados provocan en la educación un efecto masivo, pero tardío; devastador, pero temporalmente camuflado. Y a la inversa, cualquier propuesta de mejora, más o menos ambiciosa, no da frutos generalmente hasta una o varias legislaturas más tarde, lo que explica muchas cosas sobre la frecuentemente desidiosa política educativa. Pero además, nos ha tocado vivir en estos tiempos una situación extremadamente crítica como consecuencia de la crisis y las políticas de recortes que ha desencadenado. Si a ello se le añade la enorme vulnerabilidad de la educación respecto a las cuestiones ideológicas, se podrá llegar a aceptar la idea anterior de que la educación es un territorio minado. 

     Creo que lo más razonable es seguir exigiendo, cada vez con más intensidad, un gran pacto de Estado sobre la educación, porque es nuestra obligación moral y porque sería lo mejor para el país y para sus ciudadanos. Un pacto de Estado que aleje la mirada de la política y las cámaras de televisión y la ponga en el estudiante y en el aula. Y debemos exigirlo sin esperanza, pero con la cabezonería de quien persigue un bien moral.
 
     Porque en España nunca lo veremos. No tenemos políticos valientes para eso. Esa es una verdad incómoda, pero es una verdad.

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