Decir
que la educación es muy importante y en ella nos jugamos el futuro ya
no sirve para nada. Porque es un tópico sin el que nadie sale de casa, y
mucho menos el político que va al encuentro de un micrófono o una
cámara. Como todo el mundo lo suscribe y nadie dice lo contrario, aunque
la educación le preocupe lo mismo que la mosca del vinagre, ha
degenerado en una frase altamente sospechosa de ser pura coartada o un lanzagranadas político contra el de enfrente.
Lo
más sensato es considerarla por defecto el apartado 0 de cualquier
intervención política. Como si fuera una especie de carraspeo para
afinar la voz y así pasar directamente al siguiente punto, que debería
ser y casi nunca es una respuesta clara a esta pregunta: “¿Qué propone usted que hagamos?” .
Ahí es donde se complica la cosa, porque entramos en un terreno en el
que lo que cuenta es la credibilidad de quien habla y el contenido de
sus propuestas, y no la mera reconstatación de los problemas, el volumen
de sus proclamas o el color político que luce en la banderita de la
solapa.
Lo
cierto es que la educación es ahora un territorio minado sobre el que
algunos ciudadanos y la mayoría de los dirigentes políticos caminan como
si fueran expertos (algún lector me ha reprochado exactamente lo mismo a
mí), con ese áspero aire tabernario de “esto lo arreglo yo en un pispás”, mientras algunos otros huyen medio acobardados por la sospecha de que “esto no hay quien lo arregle”.
Hay
que reconocer que, con poquitas excepciones, a lo largo del tiempo no
hemos tenido mucha suerte en cuanto a la altura de los políticos a los
que les ha tocado ocuparse de ella, sea en el Gobierno central, en los
autonómicos, en la oposición o en la oposición de la oposición. En 1999,
ya dejó dicho el fallecido Gregorio Peces-Barba que “ningún presidente se ha interesado por la Universidad”. La frase es totalmente actualizable a 2013 si se cambia Universidad por educación en general.
Porque,
a la hora de la verdad, quienes hacen solemnes declaraciones sobre su
tremenda importancia la traicionan a los cinco minutos, la manipulan al
mostrarse incapaces de llegar no a imposibles convergencias, sino a
pactos suprapartidarios, y de camino la convierten en una especie de
videojuego que, en ese mundo virtual en el que a veces se embriagan los
políticos, les legitima para transformar al adversario en enemigo. Todo
ello, a cuenta de la educación y con estudiantes, profesores y padres como rehenes de esa estrategia de la tensión.
Lamentablemente, esa refriega se viene acompañada de un bombardeo de pueriles recetas milagrosas,
como lo es cualquier fórmula unidimensional aplicada a la educación.
Porque dada la complejidad del asunto, es mejor no aplicar recetas de
trazo grueso e incluso tratar de evitar que políticos y expertos nos
secuestren el tema.
La educación es un sistema con tan extraordinarios vasos comunicantes
como los del cuerpo humano (que hacen que un ligero dolor en el talón
genere en dos días una lumbalgia acompañada de jaqueca) y con una
tornillería tan delicada que, por ejemplo, cuando un ministro toca
descuidadamente el sistema de “elección de centro”, puede acabar
propiciando un modelo de “selección de alumnos” o cuando otro pretende
democratizar los centros, acaban estos con un déficit de gestión que
deja exhausta la capacidad de dirección de colegios e institutos.
El
sistema educativo (por algo se llama sistema, porque funciona como tal)
es muy complejo, con conexiones no evidentes, con alta sensibilidad a
los cambios y una inercia nada despreciable (para lo malo, pero por
suerte también para lo bueno). Y sólo gestores conscientes de ello
pueden articular con inteligencia los delicados movimientos que
necesitamos para mejorarlo. Como anécdota, cabe recordar lo que hace
años decía en privado un ministro de Educación (hoy retirado de la
política) que, aunque lo parezca, hablaba sin la menor intención de
resultar cínico: “Estoy contento con mi gestión, porque creo que no he estropeado nada, y eso es a lo que puede aspirar un ministro de Educación en estos tiempos”.
En cualquier tiempo, los planteamientos inadecuados provocan en la educación un efecto masivo, pero tardío; devastador, pero temporalmente camuflado. Y a la inversa, cualquier propuesta de mejora, más o menos ambiciosa, no da frutos generalmente hasta una o varias legislaturas más tarde,
lo que explica muchas cosas sobre la frecuentemente desidiosa política
educativa. Pero además, nos ha tocado vivir en estos tiempos una
situación extremadamente crítica como consecuencia de la crisis y las
políticas de recortes que ha desencadenado. Si a ello se le añade la
enorme vulnerabilidad de la educación respecto a las cuestiones ideológicas, se podrá llegar a aceptar la idea anterior de que la educación es un territorio minado.
Creo
que lo más razonable es seguir exigiendo, cada vez con más intensidad,
un gran pacto de Estado sobre la educación, porque es nuestra obligación
moral y porque sería lo mejor para el país y para sus ciudadanos. Un pacto de Estado que aleje la mirada de la política y las cámaras de televisión y la ponga en el estudiante y en el aula. Y debemos exigirlo sin esperanza, pero con la cabezonería de quien persigue un bien moral.
Porque en España nunca lo veremos. No tenemos políticos valientes para eso. Esa es una verdad incómoda, pero es una verdad.
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