¿Nos encaminamos hacia un futuro de
ciencia-ficción en el que los jóvenes serán educados por una pantalla en lugar
de por un profesor? ¿Serán las aulas unos ámbitos hipertecnológicos en los que
los chicos tengan que estar más pendientes de sus auriculares
injertados y sus artefactos holográficos que de interlocutores docentes de
carne y hueso?
Ante preguntas como estas, es bueno evocar al
gran físico cuántico danés Niels Bohr, de quién a menudo se recuerda su irónica
advertencia: "Hacer predicciones es muy difícil, especialmente
cuando se trata del futuro”. Menos a menudo se recuerda otra genial
cita que dejaría totalmente en la cuneta a cualquiera que no fuera al
menos un poquito físico cuántico: “Su teoría es disparatada, pero no lo
suficientemente disparatada para ser verdad”.
Pues eso es lo primero que se me ocurre cuando
tropiezo en las conversaciones o en los escritos con las encrucijadas del
primer párrafo: quiero pensar que son escenarios disparatados. Y espero que no
sean lo suficientemente disparatados para acabar siendo verdad. No me refiero
al horizonte de las jóvenes generaciones actuales, sino el de aquellas otras
que les sucederán: quizá los nietos de nuestros hijos. Pero antes de caer en la
tentación de pontificar sobre el futuro prefiero evocar lo que dice en casos
similares el periodista Rodolfo Serrano: “Lo más probable es que ya veremos y
lo más seguro es que quién sabe”.
Planteadas estas dificultades sobre el arte de la
adivinación del futuro, volvamos al tema de las nuevas tecnologías en la
educación. Se trata de un asunto cargado de realidades, promesas y
espejismos en considerables dosis.
En mi opinión, el poder de aceleración de la
tecnología puede quedarse en puro fuego de artificio, o incluso agrandar la
famosa brecha digital, si no median políticas estructurales de cierta
complejidad, mucho más allá del gran esfuerzo económico y logístico
que conlleva llenar las aulas de ordenadores, tablets
o lo que venga después. Porque esa era la tentación de las
Administraciones, al menos hasta que la crisis económica dejó bajo cero las
inversiones educativas.
Juguemos por un momento a que no hay crisis y
cuestionemos la manera de pensar de la mayoría de los Gobiernos. Esto es lo que
piensan: nos embarcamos en un festival informático,
llenamos las clases de aparatos y ahí acaba nuestra responsabilidad. Expresada
con más elegancia, pero esa es su idea (equivocada).
Pero no nos engañemos, el hardware por sí
mismo no es la gran respuesta al desafío; en realidad, puede provocar
un espejismo político con efectos adormecedores. Analizando las actuaciones y
las declaraciones en materia de nuevas tecnologías se diría que no hay
conciencia de una verdad elemental: para la integración de las nuevas
tecnologías en la educación, aparatos e instalaciones son una condición
tan necesaria como insuficiente.
La mayoría de los gobiernos se conformaban antes
de la crisis (y sospecho que harán lo mismo después) con la dotación
informática. No daban la debida importancia a la formación de los
profesores para que integren las tecnologías en su metodología cotidiana.
Por no hablar del estimulo al I+D de las editoriales (y, cada vez más,
otras empresas de contenidos) para la reformulación de los contenidos con
planteamientos digitales. Es mucho más fácil comprar aparatos
que formar a los docentes o facilitarles el camino hacia las nuevas
metodologías. Y, además, para qué negarlo, luce más en una campaña
electoral.
Pero resulta lamentable que, por falta de formación
docente y buenos contenidos, los planes vayan quedando en
propaganda mediática y quincallería informática semiabandonada por los rincones
del aula.
Por otro lado, a algunos docentes hay que
recordarles que, si la inmensa mayoría de los ciudadanos está obligada
intelectual y profesionalmente a manejar las nuevas tecnologías, mucho más lo
están los profesores. No valen las coartadas, y mucho menos las defensivas
invocaciones al hecho de que la pantalla nunca podrá sustituir al
profesor. Ojalá no: ahí casi todos estamos de acuerdo. Pero esa no es
la cuestión.
La verdadera cuestión es que, a medio plazo, el
profesor que, con mil clases de argumentos, se automargine de las nuevas
tecnologías será sustituido por otro profesor que tenga destrezas. No
solo tecnológicas, sino también tecno-pedagógicas. Sin duda habrá un
cambio en el papel profesional de los profesores que, en unos años (¿15 o 20?),
lo hará irreconocible. Porque lo virtual ya es real y los docentes que
rechacen enseñar con ayuda de las nuevas tecnologías simplemente no podrán
cumplir con su trabajo, de la misma manera que no lo cumpliría un
médico especialista que se negara a utilizar la tomografía axial computerizada.
De estas consideraciones se desprende, con lógica
aplastante, la necesidad imperativa de cambiar la formación inicial de
los nuevos profesores. No solo como usuarios normales de programas,
sino como generadores y buscadores de contenidos tecnológica y
didácticamente evolucionados.
Y tampoco podemos perder de vista también que las
nuevas tecnologías proporcionan a las familias una posibilidad de información,
comunicación y participación que ya no nos podemos permitir el lujo de
desaprovechar. La instantaneidad comunicativa de hoy en día permite a
profesores y centros establecer una vinculación enriquecedora no sólo
con los alumnos, sino también con los padres, que, bien llevada, debe
contribuir al acercamiento de las familias.
En definitiva, la posibilidad que las tecnologías
ofrecen de romper el tiempo y la distancia ayuda en cierto sentido a hacer más
transparentes los muros de las aulas y de los centros
Otra cosa es que algunos docentes prefieran tener
lejos a los padres. Pero entonces no deberían quejarse de que estos estén
“demasiado lejos”.
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